El cáncer se define, a grandes rasgos, como un conjunto de enfermedades que se caracterizan por la multiplicación incontrolada de células del propio cuerpo. Esta proliferación excesiva se debe, en gran parte, a la acumulación de mutaciones que no pueden ser reparadas por la maquinaria celular y que alteran el ciclo de división normal de la célula. Estos factores desencadenan, en último término, el desarrollo de la enfermedad.
Podría pensarse que el cáncer es algo propio de los seres humanos, puesto que nos ha acompañado desde la antigüedad. Existen manuscritos egipcios, datados alrededor del año 2500 a.C., en los que se detalla con precisión una dolencia descrita por la presencia de “masas abultadas en el pecho que se propagan bajo la piel”. Hoy en día, con el conocimiento médico del que disponemos, cuesta imaginar una descripción más evidente de un cáncer de mama. En el desierto de Atacama se descubrió, a principios de los años noventa, la momia de una mujer que databa del año 1000 a.C. Al analizarla, los investigadores descubrieron que la momia presentaba una masa dura en uno de sus brazos; la masa era un osteosarcoma. En el año 440 a.C., el historiador griego Herodoto relató la historia de la reina Atosa de Persia, aquejada también de cáncer de mama, y que sobrevivió tras someterse a la extirpación del tumor.
Seguramente se documentaron muchos más casos de cáncer a lo largo de la Historia, pero es probable que hayan pasado desapercibidos, camuflados entre otras enfermedades mucho más trágicas, como epidemias, malformaciones o desórdenes neurológicos. Además, hoy en día sabemos que el cáncer es una enfermedad asociada al envejecimiento, por lo que muchas personas que potencialmente podrían haberlo desarrollado simplemente no llegaron a la edad avanzada para que ocurriese.
Con todo esto, y con el estado actual de la enfermedad, a veces cuesta imaginar el cáncer como algo extrínseco al ser humano. Lo tenemos tan asociado a nuestro modo de vida que resulta muy difícil ver que es un fenómeno universal, que puede ocurrir allá donde haya células en división en un tejido. Esto incluye plantas y otros animales distintos al Homo sapiens. El caso de las plantas es particular, puesto que, aunque pueden sufrir tumoraciones en sus tejidos, rara vez suponen un problema real para la supervivencia de la planta, y están más asociadas a daños externos que a mutaciones. En cambio, todos los animales poseemos células que se comportan de manera similar, y por ello, cualquiera es, en principio, susceptible de desarrollar un tumor.
Los investigadores que han estudiado el cáncer en el reino animal saben que la enfermedad no se originó con el ser humano, ni son las de los textos antiguos las primeras evidencias de cáncer en organismos vivos; se ha documentado la presencia de tumores en distintas especies de animales prehistóricos, como tortugas y dinosaurios, datados mucho antes de que los egipcios o la reina Atosa habitasen el planeta.
Ahora bien, el desarrollo de la enfermedad no es común en todos los animales, y tampoco el origen ni la resolución clínica tienen por qué ser iguales. De hecho, no lo son. Pero ¿es realmente importante saber si se desarrolla cáncer en los animales y cómo lo hace? ¿Qué implicaciones puede tener eso en nuestra propia forma de padecer la enfermedad?
Aunque no todos los animales suframos los mismos tipos de cáncer, con los mismos síntomas o la misma incidencia, lo cierto es que todas las células animales proceden de un ancestro común, y por ello todas las especies que pertenecemos al reino animal compartimos los mecanismos moleculares responsables, en mayor o menor medida, de ocasionar o evitar la formación de un cáncer. Y aquí es donde viene la parte interesante. Porque, a pesar de contar con esos mismos mecanismos, pequeñas variaciones en éstos determinan la incidencia de la enfermedad en cada especie.
Es el caso de los grandes mamíferos, como los elefantes y las ballenas. Estos animales son de mayor tamaño porque tienen un mayor número de células comparados con animales más pequeños. Un mayor número de células debería implicar un incremento en la probabilidad de acumular mutaciones, y, por tanto, la probabilidad de padecer un cáncer debería ser más elevada. También supondría una mayor tasa de división celular, y mayor probabilidad de que se acumulen errores que la célula no puede reparar, lo que constituye otro de los desencadenantes de esta enfermedad. Sin embargo, estos grandes mamíferos tienen una de las tasas de cáncer más bajas del reino animal. Este hecho se conoce como “paradoja de Peto”, y establece que no hay correlación entre el número de células de un organismo y la incidencia de carcinogénesis. ¿Qué significa esto, en términos biológicos? Pues que estos animales tienen mecanismos celulares que les permiten contrarrestar lo que a priori supondría una probabilidad más elevada de sufrir cáncer.
Y, efectivamente, es así. Un estudio reciente ha demostrado que las ballenas, que pueden llegar a vivir hasta 200 años, poseen más copias de una proteína reparadora del ADN denominada CIRBP. Esto se traduce en que estas ballenas son tremendamente eficientes a la hora de reparar daños ocasionados durante la división celular, algo que disminuye muchísimo la probabilidad de sufrir cáncer. Algo parecido ocurre con los elefantes: poseen veinte copias del gen que codifica para la proteína p53, frente a la copia única que poseemos los seres humanos. La proteína p53 recibe el título de “guardián del genoma”, porque está implicada directamente en mecanismos de reparación celular, y su deficiencia o mutaciones son desencadenantes conocidos de muchos tipos de cáncer. Un mayor número de copias y de variantes maximiza la capacidad que tienen los elefantes para reconocer y reparar daños celulares.
Pero que el animal sea más pequeño tampoco implica necesariamente una mayor tasa de carcinogénesis. El caso más llamativo, que ha fascinado y aún fascina a investigadores de todo el mundo, es el de la rata topo desnuda (Heterocephalus glaber). Probablemente no sea el animal más atractivo según nuestros estándares, pero sin duda es el mamífero que más batallas ha ganado a la evolución. A pesar de tener un tamaño similar al de un ratón, son extremadamente longevos (pueden llegar a vivir hasta 30 años), tienen una capacidad reproductiva muy superior a la de otros mamíferos y, además, no sufren cáncer. Después de décadas de estudio, parece que esta resistencia a desarrollar cáncer se debe a la elevada producción de ácido hialurónico, necesaria debido a su modo de vida subterráneo.
Y, por supuesto, caso aparte supone el conocimiento que tenemos del desarrollo del cáncer en animales domésticos. Es también interesante, puesto que supone la oportunidad de conocer qué factores ambientales operan en el proceso de tumorigénesis. Al fin y al cabo, nuestras mascotas conviven con nosotros, en un entorno similar, y por ello están potencialmente expuestas a sufrir las mismas enfermedades que nosotros. Sin embargo, a pesar de estar sometidos a las mismas presiones selectivas, las diferencias entre especies acaban determinando la susceptibilidad a padecer enfermedades de distinta manera. Por ejemplo, los perros pueden padecer una forma de cáncer transmisible por vía sexual, cosa que no sucede en los humanos.
Así que, volviendo a la pregunta inicial, ¿puede considerarse útil destinar esfuerzo y recursos en estudiar un tipo de cáncer que no sólo no afecta a humanos, y además desde el punto de vista de los animales salvajes? ¿No sería más provechoso destinar todos los esfuerzos a cómo la enfermedad nos afecta a nosotros?
Evidentemente, no. Comprender a los seres vivos con los que compartimos entorno y tiempo, y con los que tenemos cada vez más contacto, es esencial en cuestiones de salud pública. Pero estos estudios no tienen por qué tener “utilidad”: el estudio de la naturaleza, la observación de otras especies y la comprensión de sus particularidades biológicas deben estudiarse por pura curiosidad. Dejarse instruir por lo que nos rodea es esencial para aprender y comprender. Y la realidad es que los animales, así como el resto de las especies con las que compartirnos este planeta, nos han enseñado, nos están enseñando y nos enseñarán muchas cosas, no sólo relacionadas con el cáncer, sino con nuestra propia naturaleza. Por ello, todas las especies son merecedoras de respeto y de cuidado por parte del ser humano.
Lidia Franco Luzón Investigadora postdoctoral en el Programa ONCOBELL Institut d’Investigació Biomèdica de Bellvitge (IDIBELL)